(La figura aparece crucificada en la luz de la
eternidad) Observo al Leviatán, con su cuerpo de
acero fundido y ojos incinerados, que devora mi alma.
Al agitar sus montañas en las corrientes de aire,
el negro cielo tiembla discontinuo hasta procrear
líneas de fuego, quebradas de humo que se chocan en
los peñascos. Del mar invisible surgen falanges de
bestias primitivas que recorren las calles atómicas.
Los pasos de la luna pastan en la semiótica de la
noche. Los tronos erigidos con fríos patíbulos,
con cámaras mortuorias, con máquinas que procesan
la atrocidad, hunden sus raíces en el corazón de
la nada. Oigo clamar la perra llamada Roma. En su
interior, pululan los cerdos de siete cabezas, las
sanguijuelas de generaciones Papales chupando el
caldo envenenado de las efigies. ¡Oh Roma! Todos
tus miembros se robustecen con las arterias de la
peste Bubónica que emana de mí, es decir, que emana
de todos. La escatología rigurosa presenta a Dios
como una garrapata amorfa y peluda del lenguaje.
La resurrección de guerras que trituran la vieja
Europa, con sus tentáculos idealistas y sus fauces
cosidas con fronteras, alcanzan a América en otrora.
Uno de los más grandes carniceros nació de la perra:
el Papa Urbano II. Su bendición acrecienta la sed
de las espadas que brillan en las gargantas…
(Hace una pausa para contemplar una sucesión de
seres iguales a él, que se multiplican en el éter.
Sus manos tiemblan y su cuerpo desnudo trata de
conservar una posición menos dolorosa. El dolor
lo anega en las tiniebla celestes. Como el hígado
de Prometeo, su alma devorada por el Leviatán se
regenera al día siguiente)
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